Al llegar el mes de noviembre, volvemos nuestra mirada y nuestro corazón al lugar en donde reposan los restos de nuestros seres más queridos. Los cementerios  de ciudades y pueblos reciben multitud de visitas que con su presencia llenan de vida el lugar donde reposan los muertos. Todo florece como si fuera primavera, y el acostumbrado silencio, se transforma en bullicio con el ir y venir de tantas personas que acuden a rendir su homenaje a los difuntos. Es como si un día al año, nos  invitaran a contemplar el misterio de la vida desde la realidad de la muerte y lo que vemos como expresión de homenaje y memoria, fuera también en cierto sentido, la prueba de un amor capaz de saltar las barreras espacio temporales.

En nuestras sociedades, el mundo de la enfermedad se ha visto confinado a los hospitales; llegado el caso, morimos rodeados de toda clase de cuidados médicos, pero a menudo, faltos de una atención más humana. Con los tanatorios hemos creado un espacio donde despedir y acompañar el duelo de una manera digna, a cambio, hemos hecho un poco más fría la vivencia de esos momentos. Si en el siglo XIX los cementerios salieron de dentro de las ciudades por motivos de salud pública, todo parece indicar que en pleno siglo XXI, estamos queriendo apartar de nuestras vidas  esta realidad, quizá porque nos genera preguntas que no somos capaces de responder.

Estos días los medios de comunicación informaran profusamente de la celebración de Todos los Santos y de los fieles difuntos; se acudirá  a los cementerios para convertirlos en auténticos jardines donde la memoria de los muertos resplandezca, durante días los arreglos lucirán sobre los sepulcros; después, poco a poco, las flores se marchitaran, y una a una se irán retirando, hasta que todo vaya cobrando otro aspecto. ¿Qué lugar ocupará entonces la memoria de nuestros difuntos?